Se amontan por los pasillos, con sus laberintos, mosaicos de vidas reales e imaginadas.
El sol que los cobija no es el mismo, la vida transcurre triste, lenta, sin latidos, emulando esas horas blandas de Dalí, dónde el tiempo lánguido se deshace como plastilina.
La sensación de vacío invade sus espacios. Deambulan como sonámbulos, algunos perdidos en su interior, otros disfrazando la realidad para no sufrir.
Han tenido vida, alegrías, sufrimiento, hijos...ahora sólo esperan en la antesala de la muerte. Parecen de otro mundo, ya no residen en éste, habitan en zona de tránsito, de espera, que les llegue su hora.
En otro tiempo no muy lejano fueron útiles a los que ahora bajo disculpa de carecer de tiempo, los alejan de sus vidas. Ya no sirven. Cuidaron de los suyos, de sus padres, de sus hijos, de sus nietos. Renunciaron a sus vidas, dieron lo mejor de sí mismos, su tiempo, sacrificio, su trabajo, su cariño... ahora simplemente son trastos viejos, y como tal se les amontona en un rincón apartado hasta del recuerdo. Pocas son las visitas, pero sobre todo rápidas, para que la conciencia no reclame su voz, y se repiten a si mismos que es el lugar donde mejor están. Ellos, lo único que desean es la ternura en los ojos de los seres queridos, la caricia en sus manos, y el te quiero diario o aquel "estoy aquí a tu lado, para que no tengas miedo".
De vuelta del geriátrico, donde una buena amiga de 95 años termina su vida. Su hijo la visita cada dos meses, ella con generosidad, lo disculpa, aunque su cara, sus ojos vidriosos lo dicen todo.
Son visitas muy duras, encogen el alma, y yo pienso, -quiero una pastilla de emergencia, por si un día me encuentro en esa sala de la muerte, ser cortés e irme a su encuentro con valentía sin sentirme abandonada como un juguete roto, como un trasto viejo-